Las nubes y las olas parecen estáticas, aunque es sólo un efecto óptico. Los golpes del mar sobre el casco del balandro no cesan. Las horas pasan lentamente mientras seguimos avanzando en dirección a la Isla San Andrés. Espero que más adelante podamos arrumbar al Norte, hacia nuestro destino cubano de Cienfuegos.
El día y la noche rivalizan en belleza y crueldad. El sol nos da la vitalidad necesaria para aguantar los embates del mar, crecido por la acción prolongada del viento. No puedo dejar de observar este paraíso violeta cubierto por una capa transparente. En cada cresta rompiente, la ola se retuerce de forma extraña y su capa exterior es atravesada por los rayos divinos de la estrella diurna.
La costa panameña despareció de nuestra vista hace ya muchas millas y dejamos atrás la peligrosa ruta comercial de los barcos mercantes que se dirigen al Canal. La melancolía de la puesta de sol da paso a una poderosa luna que nos abraza con el reflejo coqueto de los rayos que toma prestados del gran rey.
La noche trae más viento y se hace necesario rizar las velas y disminuir la velocidad para intentar descansar algunas horas.
Estoy muy orgulloso con el desempeño de nuestro desperado durante las últimas jornadas brutales. Pese a la herida abierta en su quilla, su comportamiento es muy noble y nos hace sentir seguros.